Hubo una época, hace varios siglos, en que escribir y leer eran actividades profesionales. Quienes se destinaban a ellas aprendían un oficio, y a este oficio se dedicaban el resto de sus días.
En todas las sociedades donde se inventaron algunos de los 4 ó 5 sistemas primigenios (China, Sumeria, Egipto, Mesoamérica y, muy probablemente, también el valle del Hindus) hubo escribas, quienes formaban un grupo de profesionales especializados en un arte particular: grabar en arcilla o en piedra, pintar en seda, tablillas de bambú, papiro o en muros, esos signos misteriosos, tan ligados al ejercicio mismo del poder. De hecho, las funciones estaban tan separadas que los que controlaban el discurso que podía ser escrito no eran quienes escribían, y muchas veces tampoco practicaban la lectura. Quienes escribían no eran lectores autorizados, y los lectores autorizados no eran escribas.
En esa época no había fracaso escolar. Quienes debían dedicarse a ese oficio se sometían a un riguroso entrenamiento. Seguramente algunos fracasaban, pero la noción misma de fracaso escolar no existía (aunque hubiera escuelas de escribas).
No basta con que haya escuelas para que la noción de "fracaso escolar" se constituya. Veamos un símil con una situación contemporánea: tenemos escuelas de música, y buenos y malos alumnos en ellas. Si alguien no resulta competente para la música, la sociedad no se conmueve, ni los psicopedagogos se preocupan por encontrar algún tipo peculiar de "dislexia musical" que podría quizás ser superada con tal o cual entrenamiento específico. Ser músico es una profesión; y quienes quieren dedicarse a la música se someten a un riguroso entrenamiento. Y, aparentemente, las escuelas de música, en todas partes, tienen un saludable comportamiento.
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